Pasar al contenido principal

Su vida es pintar con vino

Edgar Lizarazu Shiosaki, el boliviano que recorre el mundo asombrando con sus cuadros pintados con vino.

 

Texto: Luzgardo Muruá Pará

 

De niño rayaba las paredes, aun cuando aquello le suponía ardorosos chicotazos de su papá militar o reprimendas de su mamá profesora, hasta que esa obsesión lo empujaría, 50 años después, a convertirlo en uno de los 20 artistas de todo el mundo que pinta paisajes, bodegones o retratos de mujeres empleando sencillamente…vinos.

Hijo de un militar cochabambino y de una profesora japonesa, Edgar Lizarazu Shiosaki, nacido hace 57 años en Riberalta, Beni, en el norte de Bolivia, hizo sus primeras armas como diseñador gráfico «empírico».

Con ese conocimiento como herramienta logró algunos empleos en periódicos, revistas y suplementos de Santa Cruz y La Paz.

Pero «nunca me separé del lápiz» rememora Lizarazu Shiosaki, costumbre que hasta hoy la mantiene intacta. Es decir, elaborar sus bocetos a mano alzada. «Lo que se aprende bien, nunca se olvida», sentencia.

Hacia 1989, reúne sus bártulos, calcula sus centavos ahorrados y decide marchar al país del sol naciente: Japón. Allá, incluso con los avatares del idioma, la comida y las costumbres consiguió laburo en fábricas automotrices de la gigante Honda.

«No era duro el trabajo, sí rígido. Lo que no iba conmigo era que no había posibilidades de obtener algún ascenso», recuerda Édgar. Pero gracias a esa experiencia, paradójicamente, se le abrieron los ojos en Japón. 

 

—Esto no es lo mío —se reprochó y abandonó las tuercas.

 

Como alguna vez le enseñó en su adolescencia su padre, José Lizarazu Olmos (+) que «las oportunidades hay que buscarlas, no esperarlas», insistió en aumentar sus conocimientos en ramas afines como el dibujo, pintura, diseño, incluso Body Paint. Hasta que el periódico Internacional Press de Brasil lo contrató como diseñador gráfico para su corresponsalía en Japón. «Ahí busqué cómo explotar mi talento», menciona y añade que le llenaba de orgullo ser el único latino entre unos treinta japoneses. Sin pensar corrieron ocho años en dicho trabajo.

Pero un día de esos en los que la vida se encarga de fabricar crisis existenciales, hizo que Edgar se preguntara si lo que estaba haciendo era lo suyo, entonces se respondió: «me siento vacío». En ese instante decidió dedicarse al arte, pero en serio.

Corría 2011 cuando, después del terremoto en Japón, la afición de Édgar se convirtió en pasión. «Todo lo demás era demasiado mecánico, no me llenaba de satisfacción», se justifica el artista.

El inicio de esta aventura, como casi siempre suele suceder, no fue fácil, porque lo que Lizarazu pintaba, no se vendía, aun cuando lo ofertaba a bajo precio.

«Ingresar al mundo del color es muy difícil porque hay pintores muy buenos», advierte, más todavía en Tokio, ciudad donde convergen ciudadanos de todo el planeta.

«Yo comparo a Tokio con la torre de Babel…hay todas las razas juntas», grafica.

En semejante ciudad cosmopolita, Édgar Lizarazu Shiosaki decidió entonces investigar qué material podía emplear que fuera diferente a los utilizados tradicionalmente por sus camaradas artistas.

Probó con café, pasó al whisky, experimentó con cerveza negra, tanteó con té verde, intentó con remolacha y ensayó con zanahoria. Todo falló. «Pasa que su grado de oxidación de todos esos productos es muy rápido, permanecen poco tiempo en el papel…hasta desaparecer», explica.

Estuvo a punto de patear el tablero y tirar la toalla. Fue ahí que «se me encendió la lucecita y pensé en el vino». Su primera experiencia con el vino, acabó embriagado. Pero valió la pena. Supo en cambio que los brochazos con vino, con el discurrir de las horas, cambiaban de color, desde rosado hasta gris, pasando por violáceos.

 

Un ‘sommelier’

Tras el experimento, Edgar supo que era inevitable ingresar a las aguas profundas del vino, por lo que la investigación lo condujo a saber diferenciar muy bien un Cabernet Sauvignon de un Malbec o un Merlot de un Syrah. Prácticamente se volvió casi un sommelier. De hecho, Edgar lo niega: «No lo soy, ser sommelier lleva muchos años».

De todas maneras, a la par de darse a la cata a diestra y siniestra, fue creando su propia paleta de colores. Y no sólo, sus ansias de conocer el mundo tuvieron respuesta, ya que los viajes se hicieron ineludibles. Viajó a Italia, llegó a Portugal, fue a España, visitó Australia. Y como si fuera poco, arribó a la bodega Château Mukhrani, en Georgia Country, Rusia, cuya uva ícono es la Saperavi, producida desde 1886. Pero el pintor se queda con el vino que se produce de la uva «Tempranillo», de España. Con todo, llegó a conocer 350 tipos de vinos. Esa pasión, por supuesto, debía subvencionarla con creces, puesto que de por sí el vino es caro. Con decir que en Japón una botella de vino oscilaba entre 10 mil a 15 mil yenes, es contar con 90 dólares americanos en el bolsillo.

 

Fama

Las pinturas de paisajes, bodegones viñedos, copas y botellas de vino emergieron, pero no se vendían. Un día, sin embargo, recibió la invitación para exponer en Tokio. Allí un destacado sommelier vio uno de sus dos cuadros y preguntó el precio.

 

—Doscientos cincuenta mil yenes —respondí al azar, recuerda Édgar.

 

El hombre sacó de inmediato su billetera y pagó. En dólares eran alrededor de 2.500. En ese instante —señala— «recordé a mi papá que un día, cuando le dije que quería ser artista, me respondió que los artistas se morían de hambre. Él se equivocó. Desde ese momento me dije: esto es lo mío».

Los viajes se multiplicaron, llovieron las invitaciones y una entrevista en el Tokio Shiobun, uno de los periódicos más leídos de Japón, acrecentaron su fama.

 

 

Figura de mujer

«Pintar la feminidad, la sensualidad y capturar la expresión femenina, no es tarea fácil. He estudiado visualmente el trabajo de Vittorio Dangelico (Vidan), pintor impresionista figurativo Italiano, nacido en Perugia.

Sus pinturas son pura poesía visual, siento mucho respeto y admiración por este señor, ya que combina su técnica y estilo con la sensualidad femenina dejando fluir sus emociones en trazos toscos e irregulares, dando más atención a la expresión del rostro.

Pintar con vinos tintos también no es tarea fácil. Conlleva tiempo, paciencia y disciplina. La figura femenina está bien representada por el vino, porque denota sensualidad, armonía, belleza, fragilidad, alegría y elegancia.

Es por eso que la miríada de matices rojos, naranja, violetas y púrpura le permiten cubrir en su totalidad la delicadeza, sensualidad y belleza femenina». Así resume Lizarazu Shiosaki su otra pasión: pintar la figura de mujer con su pincel de pelo de marta

 

Vino para quedarse

«Solo pido a Dios me devuelva a mi hijo ausente». Esa fue la llamada que recibió de su mamá, Alina Shiosaki Alba, e hizo que las cosas cambiaran abruptamente.

Edgar regresó a Bolivia después de 28 años. Todo 2019 lo dedicó a un año sabático en su natal Riberalta. Allá no pinta porque el clima húmedo no le es favorable y tampoco cuenta con el papel adecuado.

De todas maneras, este 2020 apuesta, con todas las energías recargadas, volver a su arte con el vino. Para ello ya ha comenzado a catar algunos vinos bolivianos. Con ello tendrá que elaborar una nueva paleta de colores. Prácticamente es comenzar de cero. En marzo ya tiene agendada una exposición.

Volverá también a inspirarse en sus dos hijos, Alina, de 14 años, que radica en Australia, y Morgan Thimoty, de dos años, que vive en Inglaterra. Del mismo modo lo hará en su actual pareja, Mary Vaca Vásquez.

Total, regresará a su antiguo horario de inspiración: entre las cinco de la tarde y las cuatro de la madrugada. Lógicamente, rodeado de copas de vino, porque a este riberalteño de padre cochabambino y madre japonesa llamado Edgar Lizarazu Shiosaki, sin duda, el arte le entró por la lengua.

En Portada